ANALOGIAS DEL AMOR
En el amor hay bondad, pero amor y benevolencia no son
términos equivalentes; y, el separar la benevolencia de los demás elementos del
amor, implica una cierta indiferencia fundamental hacia el objeto, incluso algo
así como el desprecio. La benevolencia está pronta a aceptar la remoción de su
objeto; todos hemos conocido personas cuya benevolencia constantemente los
lleva a matar animales para que no sufran. A la benevolencia en sí, no le
preocupa el que su objeto se vuelva bueno o malo con tal que éste no sufra.
Como señala la Sagrada Escritura, es a los bastardos a quienes no se corrige;
los hijos legítimos, aquellos que han de continuar la tradición familiar,
reciben castigo Lc. 12: 57. Jer. 2: 5. Sólo para aquellas personas que no nos importan mayormente, es que exigimos felicidad
a cualquier precio; con nuestros amigos, nuestros enamorados,
nuestros niños, somos exigentes, y preferiríamos verlos sufrir mucho, que verlos felices de un modo despreciable
y enajenado. Si Dios es amor, El es, por definición, más que simple benevolencia. Y, según
nos consta, a pesar de habernos reprendido y condenado
con frecuencia, jamás nos ha mirado con desprecio. Dios nos ha hecho el intolerable cumplido de amarnos en el
sentido más profundo, más trágico y más inexorable. La relación que existe entre Creador y
creatura es, por supuesto, única y no se la puede comparar
con ninguna relación entre una creatura y otra. Dios está a la vez más distante
y más cercano a nosotros que ningún otro
ser. Está más distante, porque la sola diferencia entre
lo que es el ser en sí mismo y aquello a quien el ser le es comunicado, hace
que la diferencia que existe entre un
arcángel y una lombriz sea una insignificancia. Dios hace, nosotros somos hechos; El es original,
nosotros derivados. Pero, mismo tiempo, y por esto mismo, la intimidad que existe entre
Dios y las creaturas —incluso con la más insignificante de ellas— es mayor que cualquier
relación que puedan llegar a tener las creaturas entre sí. Cada momento de nuestra vida es
mantenido por Dios;
nuestro pequeño y milagroso poder de
libre albedrío opera solamente en cuerpos que la continua energía de Dios
mantiene en
existencia —nuestra
capacidad de pensar es su poder comunicado a nosotros. Una relación tan única puede ser entendida solamente
mediante analogías; a partir de los diversos tipos de amor conocidos entre las creaturas,
podemos llegar a formarnos una idea —que aunque útil,
es inadecuada— del amor de Dios por el hombre.
La forma más inferior de amor, y que es "amor"
solamente por una extensión de la palabra, es aquella que siente el artista por
su creación. La relación de Dios con el hombre aparece representada de este
modo en Jeremías, cuando habla del alfarero y la vasija de barro; o San Pedro,
cuando se refiere a toda la Iglesia como un edificio sobre el cual Dios trabaja,
y a sus miembros como a las piedras de éste. La limitación de tal analogía es,
por supuesto, que en el símbolo el sujeto no es sensible y, por lo tanto,
algunas cuestiones relativas a justicia y misericordia que surgen cuando las
"piedras" son realmente "vivas", quedan sin representar.
Pero, hasta donde cabe, es una analogía importante. Somos, no en forma
metafórica sino de modo muy real, una obra de arte divino; algo que Dios está realizando
y, por lo tanto, algo con lo cual no estará satisfecho hasta que alcance una característica
determinada. Puede ser que un artista no se tome mayor trabajo al hacer un bosquejo
a la rápida para entretener a un niño; puede que lo dé por terminado, a pesar
de no estar exactamente como pretendía que fuera. Pero, con la gran obra de su
vida —la obra que ama tan intensamente, aunque de manera diferente, como un
hombre ama a una mujer, o una madre a su hijo— se tomará molestias
interminables y, sin lugar a dudas, causaría molestias interminables a su
cuadro, si éste fuera sensible. Uno puede imaginarse a un cuadro sensible
después que ha sido borrado, raspado y recomenzado por décima vez, deseando ser
sólo un pequeño bosquejo que se termina en un minuto. De igual forma, es natural
que nosotros deseemos que Dios hubiese proyectado para nosotros un destino menos
glorioso y menos arduo; pero, en tal caso, no estaríamos deseando más amor,
sino menos.
Otra clase de amor es aquel que siente el hombre por un
animal, relación usada constantemente en la Sagrada Escritura para simbolizar
aquella que existe entre Dios y los hombres, "pueblo suyo y ovejas de su
pasto". En ciertos aspectos esta analogía es mejor que la anterior, porque
el grupo inferior —si bien evidentemente inferior— es sensible; pero, no es tan
buena, en la medida que el hombre no ha hecho a la bestia y no la comprende ( Heb.
12: 8; Jer. 18; Pe. 2: 5.) plenamente. El gran mérito de esta
analogía reside en que la relación entre, por ejemplo, un hombre y un perro se
efectúa básicamente por consideración al hombre; éste, básicamente, domestica
al perro para amarlo y no para que éste le pueda amar, para que el perro le
sirva y no para servirlo a él. Sin embargo, los intereses del perro no son
sacrificados en pro de los intereses del hombre. Una de las finalidades (que el
hombre ame al perro) no puede lograrse plenamente a menos que el perro, a su
modo, también lo ame; y, el perro tampoco puede servir al hombre a menos que
éste, de manera diferente, también le sirva. Ahora bien, precisamente porque el
perro es, según criterios humanos, una de las "mejores" creaturas irracionales
y un objeto apropiado para ser amado por el hombre —amado, por supuesto, con el
grado y tipo de amor adecuados para tal objeto y no con un tonto y exagerado antropomorfismo—,
éste interfiere con su naturaleza y lo vuelve capaz de inspirarle cariño. En su
estado natural, el perro tiene olor y hábitos que le privan del amor del
hombre; éste lo lava, lo domestica, le enseña a no robar y, de esta manera, se
le hace posible quererlo. Todo este procedimiento haría al cachorro—si éste
fuera un teólogo— tener serias dudas acerca de la "bondad" del
hombre; pero, el perro adulto y entrenado, de mayor tamaño, más sano y más
longevo que el perro salvaje, admitido como por gracia a un mundo de afectos, lealtades
y comodidades muy por sobre su destino animal, no tendría tales dudas. Debe tenerse
en cuenta que el hombre (me refiero al hombre bueno), se toma todas estas molestias
con el perro y le causa todos esos sufrimientos, solamente porque éste se encuentra
en un alto lugar dentro de la escala animal, porque está tan cerca de inspirar cariño
que le vale la pena hacer que lo inspire del todo. El hombre no domestica a un gusano
ni baña a los ciempiés. Podemos, por cierto, desear que tuviéramos tan poca importancia
para Dios como para que nos dejara abandonados a nuestros impulsos naturales,
que se desistiera de tratar de convertirnos en algo tan diferente a nuestro ser
natural. Pero, una vez más, no estaríamos pidiendo más amor, sino menos.
Una analogía más noble —ratificada por el contenido
constante de las enseñanzas de Nuestro Señor— es aquella entre el amor de Dios por el
hombre y el de un padre por un hijo. Sin embargo, cada vez que se recurre a
ella (es decir, cada vez que rezamos el Padre Nuestro), se debe recordar que el
Salvador la usó en una época y lugar en que la autoridad paterna era muchísimo
mayor de lo que ésta es en la sociedad moderna. Un padre semiavergonzado de
haber traído a su hijo al mundo, temeroso de reprimirlo por miedo a crearle
inhibiciones, o incluso temeroso de educarlo por miedo a interferir con su independencia
mental, es un símbolo muy engañoso de la paternidad divina. No me refiero a si
la autoridad de los padres, como se entendía en la antigüedad, era algo bueno o
malo, solamente me limito a explicar lo que el concepto de paternidad habría
significado para aquellos primeros que oyeron a Nuestro Señor y, por cierto,
para sus sucesores, durante muchos siglos. Esto es más evidente aún, si se
considera cómo ve Nuestro Señor (a pesar de ser, como creemos, uno con su Padre
y co-eterno con Él, como ningún hijo lo es con su padre terrenal) su propia
condición de hijo, sometiendo su voluntad por completo a la voluntad paterna,
sin siquiera permitir que se le llame "bueno", porque Bueno es el
nombre del Padre. En este símbolo, amor entre padre e hijo quiere decir,
esencialmente, amor autoritario por un lado y amor obediente por el otro. El
padre usa su autoridad para hacer del hijo esa clase de ser humano que él, con
justa razón y desde su sabiduría mayor, quiere que éste sea. Incluso el que
alguien hoy en día dijera, "amo a mi hijo, pero no me importa que tan
sinvergüenza sea con tal que lo pase bien", no tendría significado alguno.
Por último, nos topamos con una analogía llena de
peligros y de aplicación mucho más limitada pero que, sin embargo, resulta por
el momento ser la más útil para el propósito especial que nos hemos propuesto —me
refiero a la analogía entre el amor de Dios por el hombre y el de un hombre por
una mujer. Ésta se usa libremente en la Sagrada Escritura. Israel es una esposa
desleal, pero su esposo celestial no puede olvidar aquellos días más dichosos:
"He recordado el afecto de tu juventud y el amor de tus despósanos: tú me seguías
en el desierto, en aquella tierra que no se siembra". Israel es la novia
indigente, la niña extraviada a quien su enamorado encontró abandonada a la
vera del camino y a quien cubrió, engalanó e hizo hermosa; y, pese a todo esto,
ella le traicionó. Santiago nos llama "adúlteras" porque nos
desviamos hacia "la amistad del mundo", mientras Dios, "el
espíritu que habita en vosotros os codicia con celos". La Iglesia es la
esposa del Señor, a quien Él ama tanto que en ella no hay mácula ni arruga que
sea tolerable. La verdad que enfatiza esta analogía es que el amor, por su
misma naturaleza, exige perfeccionar al ser amado; que la simple benevolencia
que tolera cualquier cosa a excepción del sufrimiento a quien es objeto de su
cariño, es el polo opuesto del amor. Al enamorarnos de una mujer, ¿deja de importarnos
el que sea limpia o sucia, buena o mala?, ¿no es más bien entonces que nos empieza
a importar?, ¿hay alguna mujer que considere una señal de amor en un hombre, el
que éste no sepa ni le importe cómo se vea? Ciertamente se puede amar al ser
amado cuando éste ha perdido su belleza, pero no porque la haya perdido; el
amor puede perdonar todas las debilidades y amar a pesar de ellas, pero no
puede dejar de anhelar que éstas desaparezcan. El amor es más sensible que el
odio a cada imperfección del ser amado; su "sentimiento es más suave y
sensible que los tiernos cuernitos del caracol". Es, de todos los poderes,
aquel que más perdona, pero el que menos tolera; aquel que se contenta con poco,
pero que exige todo.
Cuando el cristianismo dice que Dios ama al hombre,
quiere decir precisamente eso: que Dios ama al hombre, no que tiene una
preocupación algo "desinteresada" —por serle indiferente— por nuestro
bienestar, sino porque somos en verdad de una manera terrible y sorprendente,
objetos de su amor. Quería un Dios amoroso, ahí lo tiene. El gran espíritu al que
invocó tan livianamente, "el señor de aspecto terrible", está
presente; no una benevolencia senil que a modo somnoliento le desea que sea
feliz a su manera, no la fría filantropía del juez escrupuloso, ni el cuidado
de un anfitrión que se siente responsable de la comodidad de sus invitados,
sino que el fuego consumidor mismo, el amor que hizo los mundos, persistente
como el amor del artista por su obra y despótico como el amor de un hombre por
su perro; prudente y venerado, como el amor de un padre por su hijo; celoso, inexorable
y exigente, como el amor entre ambos sexos. Cómo es que esto sucede, no lo sé;
el porqué cualquier creatura —para qué decir creaturas como nosotros— habría de
tener un valor tan prodigioso a los ojos de su creador, supera a la razón. Es,
ciertamente, un peso de gloria que está más allá, no solamente de nuestro
merecimiento sino también, a excepción de escasos momentos de gracia, de
nuestros deseos; nos sentimos inclinados, como las doncellas en la antigua
comedia, a menospreciar el amor de Zeus. Pero el hecho parece indiscutible; el
impasible habla como si experimentara pasión, y aquello que contiene en sí
mismo la causa de su propia dicha y de toda otra dicha, habla como si estuviera
necesitado y ansioso. "¿No es Efraim mi querido hijo? ¿No es mi niño
amado? Pues siempre que le amenazo, le recuerdo vivamente aún; por eso se han
conmovido por amor suyo mis entrañas". "¿Cómo te abandonaré ¡oh
Efraim!? ¿Cómo te entregaré ¡oh Israel!? Mi corazón se conmueve, mis entrañas
gimen". "¡Jerusalén! ¡Jerusalén! ¡Cuántas veces quise recoger a tus
hijos, como la gallina recoge a sus pollitos bajo las alas, y tú no lo has querido!".
El problema de conciliar el sufrimiento humano con la
existencia de un Dios que ama, es insalvable solamente mientras se atribuye un
significado trivial a la palabra "amor", y mientras las cosas se ven
como si el hombre fuera el centro de ellas. El hombre no es el centro. Dios no
existe por el bien del hombre; el hombre no existe por su propio bien, "porque
tú creaste todas las cosas, y por tu querer subsisten y fueron creadas".
Fuimos hechos, fundamentalmente, no para que podamos amar a Dios (a pesar de que
fuimos hechos para eso también), sino para que Dios nos ame, para que nos
podamos convertir en objetos en los cuales Dios pueda reposar
"complacido".
Pedir que el amor de Dios se complazca con nosotros tal
como somos, sería pedir que
Dios deje de ser Dios; por ser Él lo que es, su
amor debe verse dificultado y repelido, dada la naturaleza de las cosas, por
ciertos estigmas de nuestro actual carácter y, porque ya nos ama, debe trabajar
para convertirnos en objetos que inspiren cariño. No podemos, en nuestros
mejores momentos, siquiera desear que Dios se conciliara con nuestras actuales impurezas,
como tampoco la pordiosera podría pedir que el rey Cophetua se sintiera satisfecho con sus andrajos y su
mugre; o que un perro, una vez que hubiese aprendido a amar al hombre, deseara que
éste tolerara a la creatura ruidosa, pulguienta y contaminante de la jauría
salvaje. Lo que aquí y ahora llamaríamos nuestra "felicidad" no es el
fin que Dios tiene principalmente en vista; pero, cuando seamos de una manera
tal, que Él pueda amarnos sin impedimento, seremos en verdad FELICES.